Matthieu Ricard, Dr. en genética celular y actual monje tibetano e intérprete francés y asesor personal del Dalai Lama, es una de las personas consideradas referentes a la hora de hablar de la felicidad. Y, como camino para alcanzar la alegría verdadera suele hablar de “la felicidad de los humildes”. La humildad, eso que hace que ciertas personas sólo se hagan notar a través de sus logros concretos, no suele ser un “valor” en el mundo en que vivimos. Por el contrario, lo que estamos habituados a “ejercer” y a escuchar es la soberbia… Es que sean las personas quienes presuman de sus cualidades o acciones. Cuando esto ocurre, se hace a través del orgullo, la contracara de la humildad, a quien Ricard define como la obsesión de la imagen que debemos dar de nosotros mismos.
Y el orgullo es cargarse sobre los hombros el pesado equipaje de sobrevalorarse, de vivir un mundo de apariencias en el que logremos que los demás nos admiren y nos adulen. No importa a costa de qué, porque en lo que nos encontramos embarcados, sin siquiera ser conscientes, es en ponernos un disfraz, cualquiera sea, para ser reconocidos y aceptados por el otro. Y desde ese lugar, preguntarnos ¿Qué tengo o qué debo hacer? dependerá de los demás, del ambiente, de las modas, de los intereses específicos de cada situación. Esto se traduce en una exigencia letal. Paradójicamente, la soberbia, el creerse “mejor” que los demás, nos aprisiona y nos esclaviza intentando cumplir la necesidad de lo que otro quiere admirar. Esto, tarde o temprano, nos enferma cono individuos y como sociedad.
En cambio la humildad, a pesar de estar despojada de la preocupación de la opinión de los demás, suele ser una actitud que redunda en el bienestar de quienes nos rodean. Porque al no necesitar “gastar” energías en complacer al ambiente para que nos admire, nos permite centrarnos en nuestros recursos individuales y en quienes de verdad somos y así dirigir nuestros esfuerzos a lo que sintamos que debemos hacer. Ante la misma pregunta ¿Qué tengo o qué debo hacer? la respuesta desde la humildad será mucho más libre, más sencilla, menos pretensiosa, más genuina. Simplemente, debo hacer lo que puedo hacer: realizar el mayor esfuerzo para concretar mi objetivo. Y mi objetivo estará muy en sintonía con lo que siento que soy y quiero para mí y para los demás. Pero no es fácil llegar a entender en profundidad lo que esto significa, está tan en desuso el significado de la humildad que hasta se confunde el término: ¿cuántas veces se lee o se escucha alguna noticia que dice, por ejemplo, “en condiciones humildes” refiriéndose a la pobreza? Volvamos al verdadero sentido de la humildad, la que Miguel de Cervantes definía como “base y fundamento de todas las virtudes”. Volvamos a la libertad de aceptar nuestros defectos y a la alegría de vivir nuestras habilidades sin máscaras.
Para reconocer mejor desde dónde estamos actuando, si desde nuestra humildad o nuestro orgullo, podemos intentar darnos cuenta si estamos sintiéndonos “exigidos” por la realidad o creemos que estamos esforzándonos en expresar nuestros recursos. Si creemos que estamos esforzándonos demasiado, tal vez tengamos que reducir la “exigencia” del entorno. Eso sí, dispuestos a abandonar esa necesidad de que el otro nos apruebe…