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La exigencia de ser feliz


Lautaro, un adolescente que decide por tercera vez cambiar de carrera me dice durante una sesión: “Ojalá me pasara como a mi padre, que cuando empezó la facultad sabía que tenía que terminarla, porque si no mis abuelos se hubiesen enojado mucho!”. Pertenecientes a la generación del “deber ser”, sus abuelos querían que su padre tuviera una profesión para cumplir con las exigencias de una vida económica y socialmente plena. Probablemente fantaseaban para su hijo un plan de desarrollo profesional en alguna empresa donde permaneciera y ascendiera hasta jubilarse. Le inculcaron el compromiso, la entrega y la lealtad, al mismo tiempo que la resignación (casi sumisión en ciertos casos) a normas impuestas por el trabajo y la vida en pos de “un futuro digno”. Pero hoy Lautaro está desconcertado y no sabe si lo que estudia es lo que realmente lo hará feliz. Y él sabe que es lo que se espera de él. La publicidad lo estimula para querer divertirse y la cultura imperante le exige felicidad.

Fabián, un joven que hace un par de meses trabaja en una multinacional, se entera de que su familia está planificando un viaje al exterior en septiembre. Tiene la tremenda duda de optar por el viaje o por su plan de carrera, que vislumbra prometedor. Vive su duda con un alto contenido de angustia. Sabe que la empresa es una gran oportunidad pero no cree que sea correcto optar por algo tan sacrificado. Fabián se siente presionado para ser feliz. Escuchó a sus propios padres diciéndole varias veces: mi mayor deseo es que seas feliz. Y todo a su alrededor se lo ofrece y se lo pide. Aunque él mismo no sabe bien qué significa.

A veces los adultos creemos que esta nueva camada, llamada generación Y –seguida de cerca por la Z- es mucho más libre de lo que fuimos nosotros. Pero aunque la generación anterior se exigía para acumular bienes, años de antigüedad, seguridad y estabilidad, la actual también está exigida por el consumo, por sentir continuamente diversión y alegría –aunque muchas veces sólo puedan “demostrarla” en las redes sociales-, y por el rigor de una estética implacable. Lautaro y Fabián son ejemplos de esta sensación que muchos jóvenes sienten. Viven la exigencia de elegir “la carrera que me haga feliz” o la “elección inmediata de un viaje de placer”, mientras algo les dice que no estaría mal terminar lo que empezó aunque no sienta el llamado de una vocación impostergable –Lautaro- y que tal vez también se pueda sentir placer en proyectar algo a futuro –Fabián-.

En cualquier caso, sirva esta nota como disparador de pensamiento. “La angustia contemporánea está ligada a la opresión y al sinsentido que experimentamos al darnos una vida plagada de sobre-exigencias, urgencias, apremios y una honda separación de aquello que desde siempre ha representado la fuente de la alegría y el sentido del vivir: nuestros afectos, el cultivo amoroso de los vínculos íntimos, la conexión con la naturaleza y el cuidado de lo viviente” como escribe el psiquiatra y psicoterapeuta Alejandro Napolitano. Que la libertad de ser feliz no se convierta en exigencia. La libertad de optar muchas veces está teñida de imposiciones sociales y culturales y, de esa manera, no sabemos qué elegir porque mirando los “mandatos” de esta exigencia exterior por ser felices seguimos sin aprender lo que nos hace de verdad sentirnos bien.

La felicidad, el optimismo y el placer están de moda. Y aunque interesantes estudios abordados por la psicología positiva muestran lo importante y saludables que son, podemos confundirnos. Mientras no los busquemos en los vínculos, en cuidarnos los unos a otros en el ámbito en que nos desarrollemos y en nosotros mismos, nada de lo que consumamos y ni siquiera patear el tablero nos ayudará a encontrarlos.


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