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Todo depende


“La contemplación de la belleza transforma nuestro corazón en la belleza que contemplamos” dice el hermano David Steindl-Ras, especialista en diálogo interreligioso y estudioso de la relación entre ciencia y religión. La frase de este escritor y conferencista nacido el 1926 en Viena, encierra una sencilla y enorme sabiduría.
No es fácil convencernos. Sería aceptar que casi todo depende de nosotros, de nuestra mirada. Sería salir del rol de víctimas para hacernos responsables de nuestras elecciones… Sería ser concientes que al elegir lo que “consumimos” estamos transformándonos en aquello que escogemos. A la larga, llega un momento en que lo entendemos… Aunque muchas veces nos lleva la vida. Dicen que la sabiduría, a diferencia del conocimiento, es saber discernir qué es lo importante. Y lo importante, siempre, es la belleza (en su sentido más filosófico, claro está).
Me tomo la licencia de un ejemplo personal. Hace un par de días volvi de unas vacaciones familiares. Mi padre, de 84 años, nos invitó a hijos y nietos a pasar unos días en la playa. Hace unos años que se da ese permiso y nosotros disfrutamos a pleno de esa posibilidad de compartirnos en familia, las tres generaciones. Juan Carlos –así se llama mi padre- fue educado en una época en la que el esfuerzo era lo más importante. Aprendió a trabajar como nadie. Intelectualmente brillante, desde los 12 años –en que una enfermedad crónica de mi abuelo hizo que tuviera que hacerse cargo de la economía familiar- hasta hace unos pocos años en que vendió su empresa –una distribuidora de libros de Argentina-. Toda una vida de trabajo y “deber ser”, mirando lo que había que mirar, lo que correspondía según los mandatos recibidos. Lo correcto según lo aprendido. Siempre cuidando de su familia desde sus parámetros de persona dura, correcta y con fuertes convicciones. Sobrevalorando el intelecto y apartando lo emocional. Juzgando la vida desde ese lugar y no permitiéndose mirar la belleza de las pequeñas cosas.
Con el correr de los años y de los viajes, fui notando que algo pasó con su mirada. Cada vez parecía más sabia. Su actitud fue haciéndose más flexible. Su juicio menos severo y más bondadoso. Como si cada año que pasaba contactara más con el corazón y pudiera despedir algunas rigideces que habían sido “programadas” por su historia. Concretamente, al concluir este viaje, dijo: “¡fue el viaje más feliz que recuerdo!”. Sin embargo, nada parecía muy diferente a otros; incluso el clima fue menos favorable. La razón de su felicidad fue su entrega a una más tierna y agradecida mirada. Me di cuenta que quien hizo el cambio fue él: nosotros fuimos los mismos (bueno, claro que los mismos no pero sí muy muy parecidos). Él fue menos exigente, más confiado, más entregado a los pequeños grandes placeres y, por sobre todo, más compasivo con él y con los demás. Miró la belleza de todo y de cada uno y así transofrmó su corazón en la belleza que contempló, como dijo Steindl-Ras.
Porque contemplando la belleza nos volvemos bellos pero también volvemos bella la realidad cuando ablandamos nuestro enfoque y nos entregamos a recibir lo que hay. Aunque mi experiencia me dice que no siempre se alcanza con voluntad, es bueno saber que se puede lograr. Necesitamos ser pacientes con nosotros mismos y marcarnos el norte para ejercitarnos en enfocar las bondades de la vida: escuchar, mirar, percibir, degustar, tocar y acariciar belleza.
Muchas veces esta sabia mirada la dan los años. Otras, una gran crisis o enfermedad grave. Otras, un profundo trabajo personal. Lo importante es saber que todo depende de cómo contemplemos la vida. Así podemos convertir un medio vaso vacío en un vaso con suficiente agua para saciar nuestra sed de bienestar.


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