“En cuatro mil millones de años de historia terrenal, tengo la suerte de estar vivo hoy. Entre cinco millones de especies, tuve la fortuna de nacer un ser humano conciente” dice Matt Ridley en su maravilloso libro Genoma.
Si tan sólo por un instante nos detuviéramos a ser concientes de ese milagro increible que significa estar vivos hoy, la vida se convertiría en un regalo que vale la pena disfrutar. Detenernos a entender con perspectiva nuestra propia vida, que está en sí misma destinada a perecer (en esta forma humana) nos abre a plantearnos la intención de aprovecharla. Sin mirar para otro lado ni corriendo para llegar a ninguna parte. A lo largo de la vida todo está destinado al ciclo vital de nacer, crecer y morir. Así, cada experiencia termina y nuestra propia niñez y juventud se acaban, así como la infancia de nuestros hijos, los trabajos, los vínculos. Prepararnos para atravesar cada duelo y despedirnos de lo que termina nos permite ir recibiendo la siguiente etapa sin aferrarnos a la anterior. La energía y exigencia de mantenernos jóvenes, de negar el paso del tiempo, de apegarnos a un pasado sin poder soltarlo, sólo nos lleva a enfermar nuestro cuerpo y nuestra psique: aparecen los trastornos de sueño, de ansiedad y hasta la depresión; a la orden del día en la actualidad. El mundo occidental de estos largos últimos años nos invita a evitar cualquier contacto con la pérdida y hasta medicalizamos el duelo para no sentir la tristeza de la despedida. Sólo nos conduce a olvidarnos de vivir mientras estamos vivos cada etapa.
Esta manera en que la sociedad nos invita a comportarnos, nos relaciona así con la última despedida que afrontaremos: nuestra propia muerte. La negamos hasta el día mismo en que llega. Y creemos que es lo que nos hace bien. No mirarla nos hace sentir que no existe. Paradójicamente, esta actitud de resistirnos a lo que “es” no hace más que paralizarnos ante la vida. Nos permite auto-engañarnos y postergar para cuando “sea adecuado” o cuando “tengamos más tiempo” o “ahorremos más dinero” o para cuando “los hijos crezcan” las cosas que realmente nos gustan e importan. Y ese día, por lo general, nunca llega. Así, no vivimos el presente sino que imaginamos una vida en el futuro. Ese futuro es como una zanahoria pendiendo inalcanzable delante de nosotros. En cambio, si nos permitimos escuchar qué sentimos sobre la muerte, si la invitamos a formar parte de nosotros –como la última etapa de nuestro ciclo vital-, se nos abre un proceso de profunda transformación. Tomarnos el tiempo para reflexionar sobre el tema nos ayuda a soltar los miedos no sólo a la muerte sino a vivir la vida que queremos vivir. Nos invita a dejar de ser víctima de las circunstancias para ser responsables de nuestra existencia. El tiempo ya no se nos escurre porque entendemos lo valioso que es: no en términos de producción sino en términos de vida.
Si levantamos la vista de nuestro ombligo y de nuestros problemas y tomamos dimensión de que la vida dura lo que un “chispazo” –en los tiempos del universo- la certeza de esa finitud nos lleva, indefectiblemente, a revitalizar nuestra vida y desplegar nuestro potencial como seres humanos ahora, en este instante. Mientras estamos vivos. Y no habrá nada de lo que arrepentirse cuando llegue a despedida.