“Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Esta conocida frase, atribuida a Albert Einstein, muestra una verdad a la que la humanidad está encadenada y que la sume en las sombras de su propia ignorancia. El prejuicio nos hace actuar sin razonar, nos lleva a juzgar sin conocer, a decidir sin saber, a vivir desde una perspectiva muchas veces distorsionada. Y, como casi todo lo que nos mueve en esta vida, los prejuicios tiene su explicación y a veces son necesarios, lo que explica que sea un fenómeno psicológico en algunos casos, útil. Todo prejuicio nace de un sesgo cognitivo que nos ayuda, en casos de urgencia, a accionar sin tener que perder tiempo pensando en cómo resolver la situación. Así, si sentimos una amenaza ante un estímulo, podemos activar rápidamente una respuesta sin pensar en las diferentes alternativas o en si nuestra percepción está distorsionando la realidad. Cuando una cuestión de seguridad inmediata se pone en juego, pareciera que el actuar sin pensar y accionar “prejuzgando” la amenaza sería lo más adecuado para salvarnos. Cuestión de supervivencia.
El tema es no darnos cuenta de cómo funciona y quedar entrampados. Está bueno explicamos la necesidad de que existan y, desde lo psicológico, la economía cognitiva que nos ayuda muchas veces a avanzar en la dirección deseada y gratificante gracias a este mecanismo. Lo que sería bueno además, es preguntarnos y repreguntarnos antes de darles total credibilidad a nuestros propios sesgos cognitivos. Hoy en día, vivimos de manera prejuiciosa casi toda nuestra vida y no sólo hacemos mucho daño a los demás, sino que nos perdemos de vivir la diversidad de formas y opciones que nos ofrece la vida. Por supuesto, no nos daría el tiempo vital de comprobar todo lo que se dice, se lee, se escucha y que archivamos en nuestra mente como “verdades”. A nadie se le ocurriría eso. Lo importante sería tener en cuenta esto y decidir despertarnos; no dejarnos llevar por el mar de falacias, creencias e información –mucha inútil- que está dando vueltas y que nos van programando las respuestas sociales y nuestra manera de vivir.
El cuestionarnos nuestras propias creencias, el preguntarnos si lo que pensamos es una verdad absoluta, el fortalecer el debate respetuoso en nuestra familia y nuestro entorno, el permitirnos cambiar de idea; son ejercicios que nos alejarán de la esclavitud de vivir bajo la sentencia del prejuicio y que nos invitarán a soltar rigideces. Porque vivir prejuzgando es distorsionar el mundo que nos rodea, es enceguecernos y ver sólo una parte.
Deshacernos de nuestras ideas rígidas sabiendo que solo son una visión creada por nuestra mente y abrirnos a integrar las diferentes versiones que tienen quienes nos rodean, es descubrir un mundo diferente. Es la sensación de liviandad que proviene de no ser dueño de nada y no tener nada que perder. Perder un prejuicio es ganar libertad…