¿Quién no escuchó alguna vez la frase que suelen decirle a las madres y padres de chiquitos cuando se quejan de los pequeños?: “Disfrútenlos ahora, miren que hijos pequeños, problemas pequeños; hijos grandes, problemas grandes”. Tengo tres hijos adolescentes y, lo que siempre me vaticinaron y yo esperaba que pasara, por el momento no se está cumpliendo. Confieso que disfruto de mis hijos viéndolos personas en pleno proceso de reinventarse a sí mismas. Por supuesto que para reinventarse, no escapan a la regla y cuestionan absolutamente todo, sobre todo lo que venga de nosotros, los padres. Cuestionamientos que se sustentan en sus cambios biológicos y hormonales y, se sabe también, en cambios significativos a nivel neurológico. A la vez que las conexiones neuronales aumentan y se reconfiguran, se produce la llamada “poda neuronal”. Toda esta revolución en el cuerpo repercute, como lo vemos en cualquier adolescente, en lo psicológico y en lo social. Es la etapa para diferenciarse; la etapa en la que, de ser parte de lo que le fue “asignado” por la vida sin elegir –como la familia-, pasa a seleccionar sus vínculos, a distinguir sus propios gustos de los que le fueron inculcados, a buscar diferenciarse de sus padres -con quienes anteriormente había tenido que identificarse para aprender a ser alguien y poder salir al mundo- entre tantas otras tareas…Un arduo trabajo que deben asumir con aún pocas herramientas.
Y además de todo esto, los adultos no solemos ayudarlos. Por el contrario; es común que nos centremos en nosotros mismos y, en lugar de acompañarlos y mantener el equilibrio emocional ante sus “revoluciones”, nos lamentemos por lo que nuestro hijo está dejando de ser y en lo que se está convirtiendo. No sólo eso; si no que estos chicos -que según la OMS tienen entre 13 a los 19 años- desde niños vienen escuchando lo tremendo que son los adolescentes, entre otras cosas irresponsables, inmaduros, temerarios, problemáticos, con conductas de riesgo y promiscuidad, relacionados incluso con el alcohol y las drogas. Y acá cabe mencionar al filósofo español José Antonio Marina, quien trata el tema de la educación y la adolescencia. Dice que en muchos casos el niño va creciendo con este discurso del adulto y termina dándose lo que se llama una profecía auto cumplida. Finalmente, ante tanto escuchar lo que se espera de ellos, cumplen las expectativas.
La idea que resalto de Marina y de quienes piensan como él es que nosotros como educadores –ya sea desde el rol de padres o docentes- cambiemos el discurso reiterado y podamos ver y destacar la otra parte del adolescente. Iluminar las potencialidades en lugar de sus problemas. La pasión, la intrepidez, el deseo de justicia y la capacidad de jugarse por lo que quieren pueden hacer de esta etapa algo valiosísimo para ellos mismos y para el mundo. El ejemplo de Malala, premio Nobel de la Paz a los 16 años o de Alan Pichot, el adolescente que, oriundo de Almagro, llegó hace unos meses a ser campeón mundial de ajedrez; son faros que nos invitan a confiar en que esto es posible. Que puedan mirarse hacia adentro para escucharse libres y encuentren quiénes son, sin que los convenzamos de que son un problema.