A raíz de una nueva costumbre que se da en cada vez más colegios –hablado del ámbito privado-, septiembre se convirtió en un mes en el que muchas familias pueden escaparse de la rutina una semana y programar un viaje.
Paradójicamente, en lugar de sentir placer y energía renovada, a veces la vuelta a casa nos genera cierto malestar. No es raro encontrar personas que perciben la vuelta como angustiante. Pueden llegar a sentirse tristes, irritables, con falta de concentración o desganados. Y no necesariamente está ligado a la vuelta al trabajo, sino que hay casos en que se lamentan por el sólo hecho de volver a lo “cotidiano”. Es habitual escuchar, luego de las vacaciones o de un viaje frases como “qué pocas ganas de volver” o “cuánto me cuesta el regreso”. Más allá de las sugerencias para hacer de la vuelta algo menos estresante (como programarse anticipadamente los primeros días del regreso, o volver un día antes para adaptarnos más tranquilos y no armar días intensos de actividad apenas llegamos); suelo aprovechar esta sensación como disparador de pequeñas modificaciones para aplicar a la vida diaria. Porque: ¿qué tiene un viaje que no nos ofrece la vida que estamos viviendo? ¿qué hace que estos “paréntesis” sean tan disfrutables, a tal punto que nos cueste volver? ¿Qué estamos haciendo entonces con nuestro día a día?
En general un viaje hace que nuestra actitud cambie, que nos dispongamos a disfrutar. Que estemos entregados a la capacidad de asombrarnos. Quienes trabajan en hoteles que reciben turismo, suelen decir que las personas que están de vacaciones se disponen a encontrar lo bueno en todo, aún cuando surge un imprevisto o contratiempo. Recuerdo una vez que un conserje contaba cuán diferente era un mismo huésped cuando iba de vacaciones a cuando se alojaba en su rol laboral por viaje de negocios. Era un hotel cinco estrellas de excelente servicio. Está claro que los requerimientos son diferentes y las necesidades también si se trata de un viaje de placer o de un viaje de trabajo, pero la actitud no necesariamente tiene que cambiar. Y ese es un punto importante. Este ejemplo vale para ajustar nuestros diferentes “personajes” y hacer que integremos nuestra capacidad de disfrute, de asombro, de adaptación y aceptación a todo lo que hacemos en la vida. Me refiero a nuestra ACTITUD ante cada cosa que hacemos.
“La vida es como el viaje del alma” dice Joan Garriga, psicoterapeuta catalán que visita Argentina por estos días “donde a veces nos extraviamos y a veces nos reencontramos”. Según Garriga, vale la pena la tarea que nos conduce a hacer de la vida un viaje que valga la pena vivir. Para él es necesario reconocer nuestros dones y talentos como legados para entregar al mundo; mirar nuestras heridas y usarlas como fertilizantes en lugar de argumentos que nos justifiquen y, por último, aceptar la voluntad de la vida con todo lo que ella trae. A veces, estos momentos donde volver a la rutina nos “hace ruido” nos ayudan a asumir qué tenemos que encontrar, modificar o aceptar para transitar el viaje de la vida más livianos y felices. Porque, como dice Fernando Pessoa “para viajar basta existir” y podemos agregar que para tener una existencia saludable, basta con sentir que la vida es un viaje que hay que aprovechar.