Nuestra cultura occidental de los últimos tiempos emplea toda su energía en ocultar las marcas del paso del tiempo y apartar de lo cotidiano cualquier muestra o síntoma de vejez. Ni hablar de la muerte. Hasta el punto de hacer de ambas un tabú.
A una la apartamos, con la otra evitamos el contacto. Les cambiamos los nombres. Tercera juventud. Partir… Eso y mucho más hacemos sin darnos cuenta lo que ambas pueden enseñarnos.
Lo que no podemos mirar es, muchas veces, lo que más puede enseñarnos. Es en lo que reprimimos donde se esconde la llave. Animarnos a tomarla puede permitirnos ampliar nuestra mirada.
Esto no necesariamente quiere decir que nuestra realidad cambie. Sino que nos permite vivir lo mismo con nuevos ojos y mayor integridad. Al entregarnos a lo que se presenta en cada momento –aún en las situaciones conflictivas- dejamos de vivir todo como un problema. Cuando vemos la vida -o cualquiera de sus etapas- como un problema, lo que intentamos es resolverla en lugar de aprovecharla.
El costo social de idolatrar la juventud y rechazar la vejez es muy alto. Tanto como negar la muerte. Además de perdernos la sabiduría que dan los años vividos, el negar nuestra muerte hasta el día mismo en que llega no hace más que paralizarnos ante la vida.
Esa actitud nos ubica en el “círculo del autoengaño”: postergar para cuando “sea el momento adecuado”, para cuando “tengamos más tiempo”, para cuando “los hijos crezcan”… Y así, nunca llega el día para las cosas que realmente nos gustan e importan.
Autores como la médica suiza Elizabeth Kubler Ross, el investigador norteamericano Stephen Levine, la enfermera australiana Bronnie Ware y el recientemente fallecido médico argentino Hugo Dopaso -mi querido maestro y pionero en nuestro país en el arte de integrar a la muerte y la vida- y muchos terapeutas que acompañan a transitar el final de la vida, coinciden en que la mayoría de las personas en el final de su vida no están preparadas para partir en paz de este mundo. ¿Las razones? No haber vivido la vida que hubieran deseado, no haber dicho todo lo que hubieran querido, no haber amado lo suficiente las pequeñas –grandes- cosas de la vida.
Con diferentes palabras, casi todos expresan lo mismo: se lamentan haber vivido la vida que otros habían programado para ellos en lugar de la que hubieran elegido.
Si yo hubiera sabido que me iba a morir, hubiera vivido diferente mi vida. Podría haber…, me perdí la oportunidad de…, no me atrevía a… Expresiones comunes que suelen escucharse a personas en sus últimos días, sobre todo cuando se trata de un final imprevisto a una edad temprana.
Enfrentarnos con la muerte “mientras” estamos vivos dota de sentido y sabiduría nuestra vida. En ocasiones, las personas más irascibles, al tomar conciencia de su finitud, se muestran cariñosas y pueden abrirse, vincularse con sus afectos, disfrutar —en algunos casos por primera vez— del abrazo y el cariño de sus seres queridos.
La experiencia con pacientes terminales también demuestra que quienes han sabido vivir plenamente y en coherencia con sus verdaderos sentimientos, al llegarles la hora de partir, lo hacen en paz.
No depende de la cantidad de bienes materiales, ni del prestigio, ni del conocimiento o el poder que un cargo determinado hubiera podido darles. Quienes parten en paz suelen ser personas sabias que tienen una dosis importante de humildad y sencillez. Valoran las pequeñas cosas. Conocen en profundidad a la persona que está detrás del personaje que “actúan” y no temen mostrarse como son.
Esto es lo que necesitamos aprender en el curso de la vida. Una vez le escuché decir al Dr. Hugo Dopaso: “Al llegarnos la hora de morir, es tarde para aprender a vivir. Lo mismo que cuando nos estamos ahogando, ¡es tarde para aprender a nadar!”. La muerte de Hugo a sus 87 años fue un ejemplo de despedirse en paz y serenamente de una vida que supo vivir.
La buena noticia es que, de acuerdo con esta perspectiva, Stephen Levine diseñó hace años en Estados Unidos un proceso terapéutico para concientizar la finitud y los beneficios de integrarla a nuestra vida. Inspirados en su libro “Un año de Vida”, muchos terapeutas, en diferentes países del mundo, hemos comprobado el poder sanador que esta experiencia ofrece a las personas.
La propuesta es vivir durante un año como si fuera el último año de nuestra vida. El sólo compromiso de entregarnos a vivir “como si” fuera la última oportunidad, ayuda a reconciliarnos con el pasado y poder aceptarnos, querernos y, desde ese lugar, entender que la vida es un sinnúmero de elecciones que están a nuestro alcance cada día.
El proceso lleva a una indagación a través de lo vivencial que conecta con las propias emociones y con la apertura de corazón necesaria para abrazar nuestra realidad tal cual es.
Somos nosotros quienes trazamos el rumbo de nuestro presente, eligiendo a cada momento. El hacerlo de una manera consciente nos posibilita reconocer nuestra libertad de vivir "ahora" sin que nada -ni siquiera la muerte- nos tome desprevenidos y nos encuentre arrepentidos por lo no hecho, lo no dicho, lo no perdonado o lo no vivido. Es una invitación y una oportunidad a renacer en esta vida en quien realmente deseamos ser.
Lic. Gabriela Zaragoza
(psicóloga y psicoterapeuta)
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