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Dar es dar


En el camino psico-espiritual las enseñanzas suelen ser paradójicas. El anhelo de evolucionar nos interpela siempre y nos exige ampliar cada vez más nuestra mirada para que, allí donde aparenta haber contradicciones, veamos la oportunidad de un salto más expansivo.

Es el caso de la generosidad. A diario escuchamos los beneficios del dar. Dar nos abre el corazón y nos saca del continuo “mirarnos el ombligo”. No hay mejor antídoto para la tristeza que imaginar lo que podemos hacer por el otro. Esta razón hace que algunos grupos terapéuticos impulsen a los pacientes con depresión leve a ayudar, por ejemplo, en diferentes instituciones, como recurso para estimular la autoestima. Hay muchos beneficios secundarios en la acción de dar: evita sentirnos egoístas, nos hace sentir queridos y valorados, da cierto control del vínculo, entre otros. Pero ayudar desde este lugar de nosotros es un dar desde el tener, un dar desde lo que poseo para sentirme bien. Desde “mi” necesidad de complacer mi ego, de sentirme pleno y “buena persona”. Desde la omnipotencia de sabernos proveedores y que alguien nos necesita.

El verdadero “dar” requiere de un amor compasivo y humilde hacia uno mismo y hacia los demás. Por compasivo me refiero a sentirnos conectados y en sintonía con los demás. Más allá del sentimiento de soledad y de la búsqueda de amor, de creernos poderosos o que controlamos lo que sucede -que demuestran la inmadurez que nos atraviesa-, la compasión es sentir que los demás son otra versión de nuestra misma esencia. Que el desarrollo y la evolución no es personal sino conjunta. No somos más importantes que el otro porque damos, ni el que recibe es alguien inferior. Humildad implica no creernos más que nadie. Rever estos dos conceptos nos ayuda a reformularnos desde dónde estamos dando.

Para dar hay que habitar el amor. Lo dijo Freud: “Para amar hay que ser humilde. Aquellos que aman, por así decirlo, renuncian a una parte de su narcisismo”.

Quien compulsivamente viste el personaje de dador subido a su propio ego inflado, puede equivocarse. Incluso dañar. No ayuda a nadie dar a quien no está disponible para recibir. Pensemos en los consejos que se dan sin saber si el otro está en el momento adecuado de escuchar –además de la soberbia que implica decirle a quien “no” nos pregunta lo que nosotros creemos que debería hacer–. Hay miles de ejemplos en los que dar sin que exista una demanda no resulta adecuado: regalar una caja de bombones de chocolate a quien padece diabetes podría ser un infierno. O cuando a un hijo le damos tanto que no lo dejamos ser ni experimentar, le estamos negando la posibilidad de desear e impidiendo crecer. Necesitamos entrenarnos a percibir cuándo dar y también cuándo no dar.

El camino es estar atento, conocer al otro y quererlo para comprometerse generosamente a un vínculo sano y despojado de toda necesidad de retribución. Quien da esperando agradecimiento más que dar está negociando un pago posterior, deja en deuda a quien recibe y lo hace desde una relación de superioridad, no de pares. El extremo de este dar “manipulador” lo vemos en el actuar de las mafias que hacen “favores” a cambio de lealtades. En una escala más cercana, en padres que a cambio de prebendas condicionan la personalidad de su hijos. En ambos y en la mayoría de los casos, el dar está más asociado al control y al poder que al amor.

¿Es posible dar sin esperar nada a cambio, desinteresadamente, cómo una extensión del sentimiento de empatía con el pedido del otro? Sí.

En vez de provocar obligación de retribuir, esta actitud genera reciprocidad. No hacia quien dio sino hacia el dar a otros desde ese mismo lugar.

Hay un termómetro capaz de indicarnos desde qué lugar estamos dando: si sabemos recibir. Cuando nuestra capacidad de recibir es limitada, también lo será nuestra capacidad de dar empática y amorosamente. Recibir es abrirnos a la paridad del vínculo. Dar conecta con la potencia y la valía y recibir conecta con la humildad y la vulnerabilidad. El equilibrio es practicar la entrega para dar cuando el otro lo necesita y abrirnos a pedir y recibir lo que necesitamos. Cuando estamos disponibles tanto para ofrecer como para aceptar, dignificamos la vida.

Y nos volvemos más humanos.


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